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Toda la familia se reunió
alrededor del misterioso balde blanco, mientras mi papá lo abría. Dentro había
una especie de cereal en polvo, que había que tomar con un líquido. Según mi
padre, en esa sustancia estaba el secreto de la longevidad y la buena salud.
Nos dio a todos una cucharada en un jugo y nos dijo que tomáramos.
Mi mamá se atragantó pero pasó el
jugo. Mi hermano, por quedar bien, se tomó un trago largo y casi lo devuelve,
pero mi papá amenazó al que lo botara que “se lo comería del suelo”. Me tocó a
mi, y obvio me atoré y lo boté en el mismo vaso. Mi papá ya me iba a obligar a
tomarlo del vaso de nuevo pero mi madre no lo dejó, por ser asqueroso.
Y así empezó la batalla campal de
todas las mañanas, en que nos obligaban a tomar el menjurje que ahora entiendo
que no era nada más que salvado de trigo en envase glorificado y al 300% de su
costo normal, y que al final mi padre perdió porque nadie (incluyendo a mamá) quiso
seguir tomando eso.
Cuando la moda del Dr. Allen
pasó, el diablo le susurró a mi padre que el mejor remedio para la gripe es “la
leche con ajo”. De ahí en adelante nadie se atrevía a estornudar, no sea que le
dieran a tomar tremenda mezcla, hasta que la gripe llegó por desgracia a la
casa. Mi madre fue la primera víctima, pero solo oler esa leche casi vomitó, y
no quiso ni probarla. A mi primer estornudo
ya tenía frente a mí una humeante taza de leche y su dosis de ajo
dentro. El olor lo recuerdo hasta el día de hoy. Mi papá se sentó delante con
amplia sonrisa esperando que me tome su brebaje. Mi mamá se sentó al frente mío
con cara de asco. Yo, por complacerlo, y sabiendo que no tenía otra opción, lo
probé. El sabor era tan malo que supe que tenía que hacer algo drástico para
evitar tener que seguirlo tomando. Opté por sacar la pierna y agitarla como si
tuviera un electrochoque y por suerte le hizo gracia, se rió y me libré de terminarme
la taza.
Y así siguió adelante su carrera de sanador naturista: imanes para los dolores de cabeza, emplasto de sábila para
purificar el vientre, barro para todos los demás dolores del cuerpo, cloruro de
potasio (amarguísimo) para artritis y para ir al baño, salvado de trigo para la
digestión y buen aliento, alpiste para bajar de peso, miel de abeja con limón
para la gripe (único remedio agradable), bicarbonato aplicado directamente en
las amígdalas para la garganta y un largo etcétera.
Cada uno de estos remedios fueron la sensación
durante un largo periodo de tiempo y se convirtieron en una obsesión y en tema
de conversación obligatoria de cada sobremesa. Y tanto nos han machacado, tanto
hemos sufrido, que por lo menos a uno de nosotros lo impulsó a seguir la
carrera de medicina, para parar esta locura o, tal vez, ¿quién sabe? terminar
dándole la razón.
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