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viernes, 4 de octubre de 2013

No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Era mi hora de lunch y quería llegar rápido a casa a almorzar con mi familia, como todos los días. Salí a paso rápido de la oficina, el sol de la una de la tarde brillaba con fuerza sobre mi cabeza. Llegada a la esquina me paré a coger un taxi, de los muchos que solían pasar en aquella transitada avenida. Pero esa tarde, cosa rara, no pasaba ni uno sólo sin pasajero. Después de 10 minutos de espera en el clima inclemente me empecé a desesperar. Pasaba uno, lleno, pasaba otro, de largo. ¿Qué pasa? Me puse a ver, aburrida, a mi alrededor, y vi que a unos pasos de mí estaba un ciego con su bastón, de pie, mirando a la nada. Me acordé de Ensayo sobre la Ceguera de Saramago, y di un respingo, siempre he temido quedarme ciega después de leerlo. Seguí esperando en el sol. No pasaba nada. Empecé a pensar en la posibilidad de correr el riesgo de coger un taxi pirata, y cuando ya me resolvía, lo vi. Un bus llegaba hacia la parada, el invidente lo escuchó, se adelantó y le gritó al chofer que si  era la línea 85. La línea era la 44, y el conductor le dijo que no. Pasó otro y, al adelantarse el ciego a preguntar, dio un traspié en la vereda y estuvo a punto de caer frente a la buseta. Por suerte el bastón le supo devolver el equilibrio y entonces entendí. Me acerqué al señor con mucho respeto y le ofrecí ayudarlo a encontrar su transporte. Pasaron tres de ellos hasta que llegó el esperado 85. Le paré el bus, y él me dio las gracias. 

Detrás del gran vehículo, como lo esperaba, venía un taxi vacío, para mí.

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