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miércoles, 4 de enero de 2017

El Doctor Frustrado

El balde blanco llegó a la casa un día a la hora del almuerzo. Tenía una etiqueta escrita toda en inglés, por lo que no entendía nada. Mi papá la puso muy orgulloso en la mesa, indicando a continuación que era la octava maravilla del mundo de la salud, que era de la invención de un tal Doctor Allen, que tenía 80 años de edad, pero que parecía de 50. En mi imaginación de niña de 8 años, el tal doctor tenía la cara de Einstein con cuerpo musculoso.
Toda la familia se reunió alrededor del misterioso balde blanco, mientras mi papá lo abría. Dentro había una especie de cereal en polvo, que había que tomar con un líquido. Según mi padre, en esa sustancia estaba el secreto de la longevidad y la buena salud. Nos dio a todos una cucharada en un jugo y nos dijo que tomáramos.
Mi mamá se atragantó pero pasó el jugo. Mi hermano, por quedar bien, se tomó un trago largo y casi lo devuelve, pero mi papá amenazó al que lo botara que “se lo comería del suelo”. Me tocó a mi, y obvio me atoré y lo boté en el mismo vaso. Mi papá ya me iba a obligar a tomarlo del vaso de nuevo pero mi madre no lo dejó, por ser asqueroso.
Y así empezó la batalla campal de todas las mañanas, en que nos obligaban a tomar el menjurje que ahora entiendo que no era nada más que salvado de trigo en envase glorificado y al 300% de su costo normal, y que al final mi padre perdió porque nadie (incluyendo a mamá) quiso seguir tomando eso.
Cuando la moda del Dr. Allen pasó, el diablo le susurró a mi padre que el mejor remedio para la gripe es “la leche con ajo”. De ahí en adelante nadie se atrevía a estornudar, no sea que le dieran a tomar tremenda mezcla, hasta que la gripe llegó por desgracia a la casa. Mi madre fue la primera víctima, pero solo oler esa leche casi vomitó, y no quiso ni probarla. A mi primer estornudo  ya tenía frente a mí una humeante taza de leche y su dosis de ajo dentro. El olor lo recuerdo hasta el día de hoy. Mi papá se sentó delante con amplia sonrisa esperando que me tome su brebaje. Mi mamá se sentó al frente mío con cara de asco. Yo, por complacerlo, y sabiendo que no tenía otra opción, lo probé. El sabor era tan malo que supe que tenía que hacer algo drástico para evitar tener que seguirlo tomando. Opté por sacar la pierna y agitarla como si tuviera un electrochoque y por suerte le hizo gracia, se rió y me libré de terminarme la taza.
Y así siguió adelante su carrera de sanador naturista: imanes para los dolores de cabeza, emplasto de sábila para purificar el vientre, barro para todos los demás dolores del cuerpo, cloruro de potasio (amarguísimo) para artritis y para ir al baño, salvado de trigo para la digestión y buen aliento, alpiste para bajar de peso, miel de abeja con limón para la gripe (único remedio agradable), bicarbonato aplicado directamente en las amígdalas para la garganta y un largo etcétera.
Cada uno de estos remedios fueron la sensación durante un largo periodo de tiempo y se convirtieron en una obsesión y en tema de conversación obligatoria de cada sobremesa. Y tanto nos han machacado, tanto hemos sufrido, que por lo menos a uno de nosotros lo impulsó a seguir la carrera de medicina, para parar esta locura o, tal vez, ¿quién sabe? terminar dándole la razón.